Asistimos a un mundo donde la mayoría constatamos la descristianización reinante en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Desde las altas esferas del poder se está realizando un esfuerzo deliberado por borrar las raíces cristianas de la sociedad y por suprimir cualquier influencia cristiana que aún siga vigente en las leyes y costumbres de pueblos y naciones.
Esta situación debe llevarnos a los católicos a preguntarnos con honestidad en este Sínodo: ¿Por qué la Iglesia y los católicos no pueden hacer frente a este movimiento de secularización?
Las palabras de Cristo siguen teniendo la misma fuerza transformadora que en el pasado convirtió naciones e hizo frente al paganismo y a los grandes poderes ateos. La palabra de Dios no ha perdido su vigor: “Un poco de levadura fermenta toda la masa” (Lc 13,21).
¿Por qué la Iglesia hoy no tiene este poder para “fermentar la masa”?
Esta pregunta nos debe cuestionar a nivel personal y comunitario: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente” (Mt 5,13).
¿No será que la Iglesia y grandes masas de católicos “se han vuelto sosos”, han perdido su capacidad de ser levadura que transforma? Esta incapacidad de “ser levadura” pone en evidencia que algo no funciona bien en la Iglesia y en los cristianos.
El problema no radica en que hay que buscar nuevos modos de comunicar el mensaje evangélico. El mal que aqueja a la sociedad y también a la Iglesia es tan grave que no se remedia con nuevas técnicas o prácticas pastorales de evangelización. La causa del mal no está ahí. Tratar de centrar la atención del Sínodo en ese aspecto es desviar la atención de lo verdaderamente esencial, es dejar que el cáncer siga avanzando dentro de la Iglesia y que haga metástasis.
La causa del mal estriba en que la Iglesia, fieles y pastores, nos hemos separado de Cristo y de su Evangelio, de una verdadera vida cristiana alimentada con la oración y los sacramentos, de que no hay coherencia entre nuestra vida y nuestra fe, de que no hay un compromiso serio de evangelización.
Constatamos, con dolor, errores, desviaciones doctrinales y ambigüedades dentro de la Iglesia, el absentismo de millones de católicos a la Misa dominical, la desacralización y pérdida de la adoración a Dios en la liturgia, la generalización en matrimonios cristianos de prácticas anticonceptivas, la pérdida del sentido del pecado, la permisividad sexual, el abuso de menores, promoción de ideologías opuestas al Evangelio por parte de pastores… Éstos y otros males son la verdadera causa del decaimiento de la Iglesia y de haberse convertido en “sal sosa”.
Sin embargo, los verdaderos males permanecen en silencio. Son pocas las voces que alertan acerca de estos problemas y tratan de poner un remedio eficaz.
El profeta Isaías dirige un apóstrofe muy duro a los pastores que no alertan al pueblo de sus males: “Los guardianes están ciegos, no se dan cuenta de nada: perros mudos, incapaces de ladrar, vigías perezosos con ganas de dormir. ¡Y ellos son los pastores, que no comprenden nada! Cada cual va por su camino, cada uno a su ganancia. Perece el inocente sin que nadie haga caso. Desaparecen los hombres fieles y nadie advierte que la maldad acaba con el justo” (Is 56,10-57,1).
Creer hoy que las cosas marchan bien y que no necesitamos reforma, es el mayor peligro que nos puede suceder. A lo largo de la historia de la Iglesia, ya desde le época apostólica, siempre se han elevado voces contra las desviaciones doctrinales y la corrupción de costumbres de pastores y fieles dentro de la Iglesia, y este clamor, que se hacía generalizado, fue la salvación para adoptar las reformas necesarias que devolvieran a la Iglesia su vitalidad. Pero hoy, parece que estamos “anestesiados”, que no sentimos el mal, ni la necesidad de curación. Hoy no se elevan voces que reclamen este proceso de purificación y sanación. Necesitamos abrir los ojos. Necesitamos que el Espíritu Santo nos ilumine, nos sane, nos revitalice.
Pero toda reforma de la Iglesia, para ser auténtica, ha de nacer, ante todo, de una conversión interior, de una conversión personal. No se trata de señalar a los otros. Se requiere la valentía de reconocer lo que en uno mismo no está bien y debe cambiar.
El Sínodo debe ser un momento de escucha del Espíritu Santo, un tiempo de examen personal y comunitario para ver si estamos siendo realmente fieles al camino que Jesús estableció para su Iglesia. Un tiempo de reflexión y discernimiento para reconocer aquellos aspectos en que nos hemos apartado de nuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio y de tomar las medidas que conduzcan a vitalizar la vida cristiana personal y comunitaria.
